El canon de belleza

Desde que llegamos a la adolescencia y, sobre todo si somos mujeres, caemos en un precipicio sin darnos cuenta, el de la creencia limitante de que debemos ser como lo que se nos muestra. El canon de belleza del 90-60-90. Todo lo que salga del vientre plano, los muslos sin celulitis, en definitiva, «el cuerpo perfecto», es por denominación, imperfecto, horroroso, gordo, asimétrico.

La cultura, la moda…. Ha construido un estereotipo que debemos seguir como si fuera lo único válido. Imaginaros tener un poco de vientre porque hayáis comido más de la cuenta, por acumulación de grasa o simplemente, por algún trastorno intestinal, ginecológico… ¿Cuál es la pregunta predominante? ¿Estás embarazada? Y sonrojarse diciendo que no. Porque tener un poco de barriga es feo en una mujer, antiestético. Y qué decir de la época veraniega, aún en invierno con los abrigos o camisetas anchas podemos disimular la barriga, las caderas anchas o los muslos, la espalda de nadadora… Pero en verano todo queda al descubierto. La operación bikini, tenemos que estar durante varios meses antes comiendo «sano», metiéndonos en dietas de escándalo, matándonos en el gimnasio para tener ese cuerpo escultural sin un gramo de grasa. Porque lo predominante, lo válido, es ese cuerpo que nos enseñan en la televisión, en las revistas. Esos cuerpos que vemos en las series de televisión. ¿Os habéis parado a contar alguna vez la cantidad de mujeres con caderas que hay en las películas o series que veis? Ya no digo que tengas sobrepeso, no, no. Sino mujeres y hombres con «defectos». Todos son cuerpos de gimnasio, esculturales. ¿Por qué no nos muestran a personas reales? Porque estoy segura de que existen actores con «defectos».

Parece que desde la adolescencia hasta los 45-50 años hay que ser ese estereotipo. Una vez pasada esa edad, da igual. Haced una simple comparación, observad chicas y chicos jóvenes y gente adulta. ¿Cuál sería vuestro juicio? Probablemente juzgaríamos mucho más duramente la celulitis de una chica de 20 años que la de una mujer de 50. Incluso creeríamos que es feo en esa joven, no se cuida, no aprecia su cuerpo lo suficiente, es una dejada, no hace ejercicio, come mal, seguro. En la mujer de 50 diremos que bueno, puede ser la menopausia, es mayor, es normal que no se cuide. ¿Cómo va a ir al gimnasio? No, no. Y si por algún casual resulta que sí, que sí hace ejercicio, que hace dieta… Será raro, como raro es ver a una chica joven que no tenga un cuerpo escultural.

No digo que tengamos que venerar el sobrepeso ni mucho menos. Pero lo que no podemos hacer es castigarnos de esta forma. Inculcarnos una creencia que lo único que nos lleva es a la frustración, a la desesperación, la tristeza e incluso, la muerte. No podemos encajar a todo el mundo en un estereotipo. ¿Qué ocurre si mi cuerpo es ancho? Tengo caderas o cinturas anchas, pecho pequeño, pecho grande, tengo muslos o apenas tengo caderas…Nunca voy a ser como la moda me dice que sea. Y si lo intento llegará un momento en que lo que vea en el espejo no se corresponderá con lo que veo en la televisión, en esa serie para adolescentes que tanto me gusta y que tanto quiero imitar. Si además de la frustración personal, añadimos el juicio externo, entramos en un bucle autodestructivo imposible de parar. La responsabilidad de esta y otras creencias autolimitantes es de la sociedad que no ve que lo que hace es destruir, pero también nuestra por no aprender ni enseñar a observarlas, identificarlas y destruirlas. Los padres por un lado, nosotros como individuos después. Cuestionar, hay que cuestionar todo lo que sea categórico. Evitar que un pensamiento único modifique la diversidad y cree individuos frustrados, tristes, agobiados, infelices constantemente. ¿Cuántas ideas no nos ha inculcado la cultura y nosotros nos las hemos asimilado como propias?

Deberíamos aprender a normalizar lo que otros dicen que no es normal. Normalizar lo real, mirarnos en ello y comprender que está bien ser como somos. Da igual si somos bajos, altos, flacos, gordos… Lo que sea, pero somo reales y ya está, no hay ningún problema.

El problema lo han creado otros.

¿Los talentos nos eligen?

Hace unos días me atacó un pensamiento que no había tenido nunca, una idea que no me había planteado hasta ahora. Siempre había dado por hecho que se me daba bien escribir, que lo hacía porque me gustaba, porque me entretenía y a la pregunta de por qué escribía siempre contestaba que era una necesidad vital, que lo había hecho siempre porque me permitía encontrarme conmigo misma, comprender el mundo, descubrir ideas o emociones sobre mí que desconocía e incluso sanar viejas heridas. Parece que cuando ponemos negro sobre blanco todo aquello que nos inquieta o perturba emocionalmente conseguimos ponerlas en orden, analizarlas y buscar soluciones. Después de desangrarnos mediante letras, palabras, nos sentimos mejor, más liberados. Nos quitamos un peso de encima.

Siempre he dado por hecho todo esto, lo he tenido tan claro que nunca lo he cuestionado. Simplemente era así, lo sentía así. Así era yo. Forma parte de mi manera de ver el mundo. Pero entonces llegó una pregunta, ¿he elegido convertirme en escritora? ¿He decidido dedicarme y luchar por ello? ¿En algún momento he pensado conscientemente que quiero serlo? Como quien decide estudiar medicina, administración y dirección de empresas, biología, turismo, ciencias políticas… ¿Cuántas decisiones conscientes tomamos a lo largo de nuestras vidas? Tener hijos, trabajar en un determinado lugar, dejar de trabajar en un lugar en concreto. Elegimos estar en un sitio, con una persona… Pero, ¿hay decisiones que simplemente no hemos tomado? Cuando pienso en la escritura e intento dilucidar en qué momento decidí escribir lo cierto es que no lo recuerdo. Simplemente me veo haciéndolo, me divertía, me gustaba. Era una pulsión inevitable. Como quien tiene la necesidad de cantar, pintar, componer… No he decidido hacerlo, lo hago porque no puedo evitar hacerlo.

Me parece muy interesante hacernos la pregunta, ¿qué es lo que hago en mi vida sin decidir? ¿Sin pensar? Creo que ahí está la clave para descubrir los talentos porque parece que nosotros no los elegimos, vienen con nosotros. Es como respirar, simplemente lo hacemos.

Escribir y publicar. La lucha interna

Hace años que en un arranque impulsivo decidí que era el momento de publicar mi primer libro, ¿por qué no? No tenía nada que perder y quizás podía ganar algo. Hice lo que todo el mundo, enviar mi manuscrito a varias editoriales y tuve la suerte de poder publicar, de empezar a hacerme un mini hueco, muy pequeño y con mucho esfuerzo. De crecer, de seguir luchando no sé muy bien por qué ni para qué, de continuar enseñándole al mundo lo que hago, de poner sobre la mesa mi forma de ver la realidad.

Sin embargo, hay algo que me ha acompañado desde entonces y siempre que publico algo nuevo: la inseguridad. Temo publicar un texto que desde mi perspectiva perfeccionista no sea lo suficientemente bueno, no esté bien escrito. No aporte nada nuevo. Temo las críticas, temo la exposición y la sociabilización que viene acompañada al acto de publicar. Porque es necesario hacer una presentación, hablar con los medios, darte a conocer a ti y a tu obra. Lo deseas y a la vez lo odias. No quieres pasar por eso, ¿por qué hay que pasar por ello? Y entonces llega esa tan conocida lucha interna que balancea entre el entusiasmo y el miedo, entre la alegría y el cansancio, entre las ganas de compartir y la fragilidad de la necesidad de aprobación, la necesidad de que te den esa palmadita en la espalda. De que alguien te mire y te diga que lo has hecho bien, que le gusta lo que escribes. De que se entusiasmen con lo que has escrito tanto como tú…

Pero cuando todo eso no ocurre, algo se rompe y no quieres seguir luchando. No quieres seguir teniendo miedo, pánico a ser el centro de atención. Te preguntas por qué hay personas que publican, presentan, acuden a festivales, sociabilizan y no sufren por ello, les gusta, se sienten cómodos, se divierten. No se sienten invadidos ni agredidos emocionalmente. ¿Soy un bicho raro? ¿Es incompatible escribir y publicar? ¿Hay algún punto intermedio? Porque disfruto creando, esa es quizás la mejor parte de todo ese proceso creativo, pero compartirlo es otra cosa, es otro mundo. Uno un poco más difícil. Quizás sea un océano para el que no todos estamos igual de preparados. Quizás lo mío sea un lago pequeñito, un riachuelo…

La verdad es que no he logrado encontrar una respuesta clara, mucho tiene que ver en ello la autoestima, pero quizás también la personalidad. Quizás no todos estemos hechos de la misma pasta. Quizás hay que buscar la manera en la que nos sintamos cómodos y podamos hacerlo a nuestra manera, sin florituras, apartando poco a poco aquello que nos hace más vulnerables, despacio, sin forzarnos… Sin dejarnos llevar por lo que hacen los demás porque quizás eso no funciona con nosotros, quizás por eso ellos se sienten más cómodos y nosotros no, porque son sus aguas.

Tú decides, pero no decides.

     Tú decides. Sí, yo decido. Valiente quimera. Tú decides. Sí, yo decido. Y seguiré decidiendo hasta que me lo permitan, hasta que quienes quieren que decida se cansen o estén contentos con mi decisión. Solo hasta entonces. Después dejaré de ser decisiva, después mi voz no valdrá nada.

     Yo decido, pero solo cuando quienes quieran que decida estén descontentos con el resultado de nuestra decisión. Porque aún la culpa será mía por no saber elegir, porque estoy equivocada y debo cambiar mi opinión. Porque en nuestra sociedad no se puede ser plural.

     Y vamos a elegir y a decidir sí, pero a regañadientes, estafados emocionalmente, incómodos, hartos, cansados. Y vamos a elegir y a decidir, sí, porque nunca sabremos cuándo será la última vez, pero no vamos ilusionados. Vamos culpables, nos sentimos culpables. Porque la culpa es nuestra, porque no sabemos elegir. No tenemos dos dedos de frente, somos tontos. No vemos lo que es correcto. Pero ellos vienen a iluminarnos con su sabiduría, porque ellos saben lo que es adecuado para nosotros. Quieren que vayamos a elegir, pero en realidad solo quieren que les elijamos a ellos. Y si no sale lo que ellos quieren, como niños pequeños patalean. Y la culpa es nuestra, siempre será nuestra. Da igual si siempre sale la misma elección. Da igual si nuestra decisión no cambia. Volveremos de nuevo una y otra vez.

     Y nos volverán a echar la culpa porque no supimos elegir lo correcto. Porque lo correcto es lo que otros dicen que lo es. Como tampoco es correcto ser orgulloso, soberbio, incomprensivo e intolerante. Como tampoco es correcto no saber escuchar ni ser dialogante. Y tampoco es correcto ser insensible. Pero, yo debo ser correcta y elegir bien. Y si quienes deben ser comprensivos, tolerantes o dialogantes no lo son, la culpa será mía por no haber decidido bien, la culpa siempre será nuestra.

La ansiedad y el cerebro catastrófico

     Todos en algún momento de nuestra vida hemos sentido miedo. Temor hacia alguna situación o hecho. Nos hemos vistos paralizados por nuestro propio cerebro. ¿Por qué siento ganas de salir huyendo de esta reunión de amigos? ¿Por qué me tiemblan las piernas cada vez que pienso en ir al médico? ¿Por qué tengo ganas de vomitar cada vez que el profesor me llama a la pizarra? ¿Por qué pienso que todo va a salir mal? ¿Por qué me preparo para la catástrofe?

     La ansiedad es la respuesta que todos hemos vivido ante situaciones que nos resultan, que a nuestro cerebro le resultan, especialmente estresantes. Entramos en pánico, el miedo aprieta ese botón rojo de alarma y por todo nuestro cuerpo suena una sirena como la de los bomberos, ¡hemos de apagar ese fuego! ¿Pero qué fuego si es solo un gato intentando acercarse a nosotros? Pero esa no es la imagen que ha leído el miedo, para él, para nuestro cerebro, ese gato es una amenaza. Un ser que viene a matarnos, ¿matarnos? Nuestra supervivencia está en juego. Y como con ese gato, con todo aquello que nuestro cerebro detecta como dañino. Porque muchas de las situaciones que vivimos son como ese gato, inofensivas. Pero, ¿qué ocurre entonces?

      Imaginemos una situación futura, la ansiedad siempre ocurre cuando nos anteponemos. Pensemos por un momento en un hecho que nos produzca especial temor. A mí me inquietan los actos sociales de más de dos personas. Pero para ti será cualquier otra situación. Cada uno de nosotros tenemos un botón de alarma y ese botón se encenderá dependiendo de cuáles sean nuestros miedos e inseguridades. Imaginemos entonces esa situación ficticia futura. ¿Cuál es la primera reacción? Pánico. Las imágenes catastróficas se suceden en nuestro cerebro. Todo va a salir mal, pero mal, mal. Empieza el agobio y la intención principal de evitar el hecho que ha producido este malestar generalizado, la ansiedad, la adrenalina desbocada ante la situación. Los pensamientos desastrosos. Las posibles consecuencias de todo lo que va a salir fatal. Porque para nuestro cerebro, bajo esta probabilidad de ocurrencia, todo es un desastre. Pero, ¿no estamos hablando solo de eso? ¿De una probabilidad?

      He dicho que los actos sociales con más de dos personas me ponen de los nervios… Imaginemos que tengo una comida con gente que apenas conozco. ¿Cuáles son las probabilidades? Es posible que la comida se cancele, o que no acuda todo el mundo, que incluso vaya alguien conocido, que la comida sea de nuestro agrado, o que no lo sea. Que haya postre o que no lo haya. ¿El sitio? Puede que sea luminoso o no, que sea cómodo. ¿Está bien ubicado? ¿Llegaré bien? ¿Debo coger un taxi o un autobús para llegar? ¿Y si llegó tarde cómo me mirarán? ¿Y si hablan de cosas sobre las que no sé nada? ¿Y si no hablo? ¿Y si me quedo callada? ¿Y si me miran mal? ¿Y si les caigo mal? ¿Qué pasará si al acabar no me vuelven a invitar? ¿Pensarán que soy rara? ¿Retraída? ¿Tímida? ¿Y si creen que soy tonta?

     ¿Cuántas preguntas nos hemos hecho solo por pensar en un acontecimiento futuro? ¿Alguna vez nos preguntamos en positivo y no en negativo?

      Nuestro cerebro está preparado para velar por nuestra supervivencia. Ante un hecho futuro sobre el que apenas conocemos los detalles, nuevo e incierto, el cerebro genera la cantidad de situaciones probables que pueden producirse. Sin embargo, se ceñirá únicamente a aquella que aún siendo igual de probable que las demás supone un riesgo físico o psicológico para nosotros. Ante esa opción buscará todo aquello que pueda ocurrirnos e intentará buscar la solución a todos esos problemas. El miedo activa el mecanismo de defensa y es ese el que lucha por mantenernos vivos. Aún así, lo único que podemos convertir de incierto en cierto es lo físico. Si vamos a ir a casa de un amigo nuevo y tenemos miedo de perdernos la única solución eficaz es ensayar el camino un día antes. Si tenemos que hablar en público podemos subirnos a la tarima, sentir el suelo, decirle y enseñarle a nuestro cerebro el lugar desde el que deberemos presentar nuestro trabajo de ciencias.

      Lo que no podremos enseñarle, sin embargo, es lo emocional. No podemos anticiparle los sentimientos que tendremos o las reacciones de los demás. Para nuestro cerebro los demás siempre se reirán de nosotros, nos ignorarán… Nos pondremos siempre en lo peor para poder ponernos un escudo y protegernos ante posibles amenazas psicológicas. Es posible que nada de esto ocurra y nadie se ría de nosotros. ¿Y si nos aplauden después de presentar nuestro trabajo? ¿Y si luego un compañero nos felicita? ¿Y si gracias a eso aprobamos? No es fácil tampoco si nuestro cerebro ha aprendido lo negativo.

       Imaginaos que nos encontramos ante un león, pero nunca hemos visto alguno. ¿Huiremos? Ni siquiera sabemos que es un león y que es peligroso. Únicamente huiremos si le vemos correr hacia nosotros con las fauces abiertas. Echaremos mano de nuestro instinto. Pero si le vemos sabiendo lo que es y además nos ha mordido en otra ocasión correremos solo con verle, aunque esté acostado y dormido. Es posible que no sea el mismo león, pero la situación es similar. Nuestro cerebro ha echado mano de recuerdos anteriores para advertirnos. Lo mismo ocurre con todas nuestras posibles experiencias. Nuestro cerebro catastrófico nos alertará siempre de los peligros aunque estos no sean tales. Él nos presentará el peor de los escenarios para prepararnos para lo peor, aunque finalmente eso no ocurra. Entonces, ¿hemos sufrido en vano? Debemos indicarle a nuestro cerebro que eso que nos enseña es una probabilidad, no La Probabilidad. Enseñarle que hay otras opciones, que no todo va a salir mal. Y quizás así, en algún momento, logremos desactivar esa alarma.

La escala de expectativas

     Últimamente me ha dado mucho por pensar en qué es lo que quiero yo que sea mi vida. Qué planes encajan mejor con mi forma de concebir el mundo, cuál es mi trabajo ideal, dónde debo publicar mi próxima novela. Todo ello basado en mis propias expectativas, en qué es lo mejor para mí, sin prejuicios, sin egos, sin sentimientos de vergüenza o miedos. ¿Qué es lo que quiero yo realmente?

   ¿Alguna vez os habéis hecho esa pregunta? Lo interesante de esto que expongo es que todos contamos con una escala de valores, pero también con una de expectativas. Nos ponemos objetivos, metas. Con las cosas, los hechos, las personas… Y cuando no se cumplen nos frustramos, nos entristecemos, nos enfadamos. Con nosotros mismos, con la vida o con los demás. Ahora bien, me planteo cuántas de esas expectativas como de esos valores son realmente nuestros. Lo que estamos persiguiendo, ¿es lo que mejor nos conviene? ¿Encaja con nuestra personalidad? ¿O es una expectativa autoimpuesta?

   Cuando hablo de autoimpuesta me refiero a todos aquellos objetivos que no hemos decidido nosotros si no todo lo que nos rodea. Una expectativa autoimpuesta puede ser la de conducir, tener casa y familia a los 30 años. Es el modelo ideal pero, ¿es el modelo ideal para ti? Quizás lo sea no tener hijos, ¿quién ha dicho que sea obligatorio? ¿Es necesario pasar por la universidad? Quizás con un curso sea suficiente para lo que quieres. ¿Hay que ser un ejecutivo?

  ¿No es cierto que tendemos a interiorizar lo que se cree que debemos hacer?

  En muchas ocasiones tomamos decisiones en la vida haciendo lo que se espera de nosotros. ¿No son eso expectativas ajenas? Ellos esperan. Es posible que coincidamos pero también es posible que no. Y entonces tendremos la sensación de estarle fallando a alguien. Cuando en realidad únicamente nos estamos defraudando a nosotros mismos. ¿Qué es lo que quiero yo? ¿Cuál es mi escala de expectativas?

   Estas son preguntas que habrá que contestar cada uno. A veces lo que a nosotros nos hace feliz no es lo que quieren los demás y muchas veces no es lo que la sociedad y la cultura esperan de nosotros. Pero eso no debería frenarnos porque estamos haciendo lo mejor para nosotros, lo que nos hace feliz.

La sociedad del etiquetamiento

     Tenemos una necesidad innegable de conocer y ordenar. De encajar todo lo que está a nuestro alrededor en un conjunto de conceptos. De enmarcarlo, de etiquetarlo. Necesitamos poner nombre y de esa forma dar entidad a un ser abstracto. Puede ser una idea, a este respecto ya estamos acostumbrados. Las ideologías son etiquetas. Derechas, izquierdas, centro. Comunismo, capitalismo. Progresista, conservador. 

    También nos encontramos con etiquetas hacia la personalidad. Extrovertido, introvertido, inteligente, tonto, valiente, cobarde… De esto ya hemos hablado también en otra ocasión.

     Etiquetamos productos. Coches, fruta, verduras, ropa, joyería, bollería, embutidos, electrodomésticos…

     Etiquetamos el arte. ¿Qué tipo de libros escribes? ¿Qué música haces? ¿Dentro de qué movimiento artístico te mueves?

     Etiquetamos los ideales. La igualdad, la justicia, la equidad, la solidaridad, la venganza, el odio, el amor… No solo ponemos nombre a esto. Los utilizamos a favor de las ideologías. Los enmarcamos dentro un cuadrado del tablero del ajedrez del que no pueden salir.

      ¿Es necesario? Ahora que en las últimas semanas no paramos de oír etiquetas. De oír distintas formas de llamar a lo mismo. ¿No estamos quitándonos libertad? ¿Hay que ser de una única forma? ¿No conseguimos dividirnos? ¿Debemos encasillarnos? ¿Acaso la verdad es absoluta? ¿No existen distintos tipos de verdad? ¿Por qué ni moverse como la reina del tablero? En todas direcciones…

Un único movimiento divide. Un movimiento diverso unifica.

 

Ese niño que será prejuzgado de adulto

     Hemos creado un mundo lleno de prejuicios. Es algo de lo que he hablado en alguna ocasión pero hoy quiero hacerlo desde otra óptica, desde la mirada de un niño. Hoy he visto a una madre con su hijo mientras esperaban el autobús, eran extranjeros. Por su aspecto, quizás de marruecos o de Yemen, o de Iraq. No he podido evitar mirar con cariño al pequeño para enseguida pensar en algo en lo que nunca había caído. Ese niño vivía ajeno a lo que iba a ser su mundo de adolescente y como adulto. Vive ajeno, como otros tantos niños, a lo que son los prejuicios. Para él todo es lo mismo, nadie es distinto. Pero a medida que crezca alguien le descubrirá que no es así. Que hay malos y buenos, que puedes averiguarlo por su aspecto. Le dirán que el enemigo es un ente. No sabemos qué lo será dentro de unos años, pero habrá un enemigo. Y a ese pequeño niño le juzgarán por su aspecto y por lo que hayan hecho otros. Ese pequeño crecerá y quizás sea buena persona, alguien noble. Quizás sea médico,  psicólogo, maestro o mecánico. Quizás monte su propio negocio o trabaje en una ONG. O a lo mejor termina siendo camarero o jardinero. No sabemos qué será de mayor ni quién. Pero lo más seguro, lo único que podemos adivinar es que a pesar de todo alguien acabará por mirarle por encima del hombro, alguien le juzgará sin conocerle solo por su apariencia. Solo por un puñado de genes heredados de su madre, quizás también de su padre. De sus antepasados. Lo que le arrebatará la sociedad será como a muchos esa mirada limpia.

    Y entonces me pregunto con rabia, qué sociedad estamos construyendo en la que ya sabemos que depende de dónde hayas nacido o cómo sea tu aspecto serás juzgado. Da igual quién seas. Qué sociedad es esta en la que no advertimos de la gravedad de esto a nuestros hijos. No les avisamos de lo que ocurrirá y les advertimos que aunque pase ellos no deben dejar que su autoestima dependa de ello. Que no deben odiar.

     Porque ese niño probablemente sea juzgado por otros niños pero también por adultos que podrían ser sus padres, y eso es lo triste.

 

En búsqueda de la voz propia.

     La vuelta de Nora, de Lucas Hnath, plantea en sus últimas escenas una interesante reflexión. Nora habla de la búsqueda de su propia voz. Durante años se vio abocada a escuchar a los demás e interiorizar lo que le decían. Era lo correcto. Lo que su padre o su marido hablaban era lo verdadero, su opinión lo era. Y después de dar ese portazo que finaliza con las cadenas de Nora en Casa de muñecas de Ibsen, Hnath nos muestra a una Nora que se ha encontrado a sí misma. Y nos enfrenta, como ya lo hiciera Ibsen, con el matrimonio y la vida en pareja. Porque en Casa de Muñecas ella descubre que ha vivido con un desconocido y que tiene un deber hacia sí misma.

    Lo que más interesante me resulta de todo esto y es lo que me lleva a reflexionar es la capacidad que tenemos para anularnos a nosotros mismos y cómo pueden llegar a hacerlo los otros. El miedo, el conformismo, la sociedad, la cultura e incluso el amor mal entendido pueden llevarnos a un estado de incomodidad cómoda en la que lo que opinan los demás termina siendo lo válido.

    En el caso de Casa de muñecas esa anulación proviene del matrimonio y de la jaula que supone en una sociedad donde lo roles son claros. El hombre es el que piensa. Pero extrapolemos esto a la vida en general. ¿Cuántas veces hemos callado ante un hecho en casa, en el trabajo, en una amistad solo por tener la fiesta en paz? No digo que haya que estar discutiendo siempre pero a veces es necesario ponerse a uno por delante. Entender que lo que decimos es tan válido como lo que dicen otros. No conformarnos.

     Y podríamos decir que lo que hay en el fondo de todo eso es un miedo atroz a ser despreciados. Entonces creamos ese muro insalvable detrás del cual se encuentra nuestro verdadero yo. Crean y creamos una versión de nosotros mismos que curiosamente se aleja de nosotros y se acerca a los demás. Matamos nuestra propia voz y la silenciamos para escuchar el ruido.

    Hay quienes comienzan a escucharse demasiado tarde cuando ya no hay forma de volver atrás. Por eso, cualquier lugar o relación que nos impida volar o que nos encierre no será nunca ni real y ni verdadera. Nos hemos acostumbrado tanto desde siempre a infravalorarnos y a dejar de otros lo hagan que hemos dado por buenas situaciones que no lo son. Y pienso en Nora y me siento tan orgullosa de que exista un personaje tan valiente en la literatura… Como tantos otros que decidieron luchar y revolverse. Como ellos cada uno debe emcontrarse, descubrirse y no dejar que nada ni nadie apague nunca nuestro yo, nuestra voz. Porque todos tenemos algo que decir.

 

No se nos enseñó a trabajar para buscar trabajo

     Hace unos años, cuando todo parecía idílico dentro de la burbuja que son los libros, los exámenes, las notas, las horas dentro de un cuarto y los deberes, nada preocupa más a un estudiante que acabar sus estudios. Algunos simplemente sueñan con terminar, otros con tener buenas notas para encontrar un buen trabajo con el que han soñado durante su vida. Porque es para lo que han estudiado, para formarse, para tener un futuro. Si además te gusta y eres brillante debes esforzarte más que cualquier otro en alcanzar esa meta. Desde niño, a pesar de ser vago o cómodo en ocasiones, has comulgado con la idea de que para ser algo hay que hincar bien los codos porque esa es la única manera de ser lo que quieras. Porque quienes se esfuerzan, quienes sacan sobresalientes son los que llegarán lejos. Los que no aprenden lo suficiente nunca lo harán. Una creencia como cualquier otra con un prejuicio implícito, quizás incluso algo de arrogancia. Pero es lo que hay que hacer, es lo que nos han enseñado. Y si no eres capaz de llegar te preguntarán qué es lo que te ocurre. Puedes dar más de ti, lo has demostrado en otras ocasiones. Eres inteligente, quizás incluso seas el empollón de la clase al que todo el mundo aborrece. Pero eso no importa, da igual no tener amigos. Porque la meta es lo que hay dentro de unos años. Hay que ser buen estudiante, hay que sacar buenas notas, porque quien lo hace tendrá un trabajo seguro, todo el mundo se fijará en tus notas. Es lo primero que mirarán… Pero entonces llega la primera entrevista de trabajo. Y el mundo se derrumba. Nadie nos dijo que la realidad fuera tan distinta.

      Fuera de las aulas las cosas son diferentes. Y si no nos han preparado para ello nos sentiremos frustrados con nosotros mismos, nos daremos el primer gran batacazo de nuestra existencia. Caeremos al vacío como la lluvia sobre el asfalto. Nos daremos cuenta de que tantas horas frente a un libro no han valido para nada porque lo que buscan es empatía, responsabilidad, gestión del estrés, inteligencia emocional… Y eso nadie nos lo ha enseñado. No se nos dijo que encontraríamos un trabajo quizás tres años después de acabar la carrera, a la doceava entrevista. Que antes deberíamos a aprender a gestionar el no. Que no encajamos en todos sitios, que debemos aprender a hacer entrevistas, a vestirnos para ellas… Nadie nos advirtió de que es nuestro currículum y nuestras aptitudes lo que cuenta a la hora de ser o no elegidos. Que para cuando te hayan valorado en algún sitio antes habrás tenido que sentir frustración. Que tu autoestima subirá y bajará de la misma manera que aparecen ofertas en las que probablemente serás un número más. Nadie nos dijo que tendremos que llorar desconsoladamente, que nos encontraremos con personas a las que no les importaremos porque somos un papel más. Que el silencio será a veces aplastante. Nadie nos enseñó paciencia ni nos dijo que todo llega pero que hay que esforzarse. No se nos dijo que salir al mundo implicaba variabilidad. Que fuera de las aulas no existe la estabilidad y que deberemos aprender a convivir con la incertidumbre, con los cambios. Que ahí fuera todos seremos iguales en oportunidades y de que no partirás con ventaja, empezarás de cero. Que quizás tu suerte sea menor, que verás a compañeros avanzar más rápido que tú. Y que ellos crecerán mientras tú aún no encuentras una oportunidad. Que sentirás envidia y te cuestionarás tu propia valía, tus aptitudes. ¿Realmente las tienes? Tu currículum y tus notas lo dicen pero otros lo niegan o se niegan a verlo y para cuando alguien lo vea estarás herido. Seguirás cuestionándote, seguirás decepcionado.

      Porque en este momento de cambios, en todos esos años ha habido un gran vaivén emocional lleno de tristeza, culpa, alegría, incertidumbre, rabia… Y nuestra creencia más implantada de que con sacar buenas notas conseguiríamos un buen trabajo resulta ser igual de falsa de lo que era antes, la única diferencia es que lo hemos descubierto tarde, demasiado tarde. Cuando las horas no van a volver. Quizás hubiéramos vivido mucho más relajados y habríamos visto que lo que realmente importa en este mundo es aprender y no aprobar, porque la segunda proviene de la primera y no al revés. Y quizás ahora, después de haber logrado encontrar un trabajo no nos haríamos esa martilleante pregunta con un gran poso de decepción, ¿para qué ha valido tanto esfuerzo? Ni sentiríamos tristeza por haber desperdiciado pensamientos en una falsa creencia tan infantil.

     Nadie nos dijo que la realidad fuera tan complicada y tan sencilla a la vez.